Puedo escribirte desde el final de mis movimientos, aún cuando los rayos queman mi rostro, cuando duelen los pies.

Puedo escribirte mirando a las piedras; tratando de entender si me parezco más a ellas que al polvo.

Te puedo escribir siguiendo una sombra y molestando a mi prójimo.

Te escribo desde un acto que nunca empezó.

Miro el reflejo, veo la dirección del viento que es contraria a la mía, descreo y te escribo.

Siento el olor a un perfume despreciable pero no por eso; menos habitual.

Te puedo escribir soportando los temblores y queriendo volver. Resistiendo a mi propia impulsividad, te escribo porque evito caer en el engaño de un regreso confortable y productivo.

Pasan las gentes, las máquinas, los minutos, pasa el orden presumiendo su penosa extravagancia.

Pasan todos frente a mí, se escuchan las voces, se siente la insatisfacción. Pero no veo nada más que la vacía costumbre de vivir.

Te escribo porque es lo único que aquieta mi garganta tendiente a la caída. La letra conteniente de lágrimas.