En la cuna de la noche, donde el silencio reina,

una mariposa marchita danza su última pena.

Sus alas, otrora vibrantes, hoy solo son vestigios,

de sueños rotos y anhelos que se tornaron vicios.

Desde niña, la muerte susurraba a su oído,

una melodía lúgubre que la envolvía en un frío.

La vida, un enigma cruel, un tormento sin fin,

un laberinto de dolor del que no hay salida al jardín.

En la soledad de su habitación, con la luna como testigo,

enciende un cigarrillo, buscando un efímero abrigo.

El humo invade sus pulmones, nublando su mente,

un velo que la separa de la realidad incandescente.

Las lágrimas corren por su rostro, surcos de sal en la piel,

reflejo de un alma que añora un final, un anhelo fiel.

Sueña con escapar de este mundo que la oprime,

dejar de ser un alma errante, una flor que ya no gime.

En la penumbra, su cuerpo se balancea al ritmo del dolor,

una danza macabra, un canto fúnebre al amor.

Sus ojos vacíos imploran una dulce liberación,

un vuelo hacia la oscuridad, una eterna suspensión.

La mariposa marchita, con alas de cristal quebrado,

se despide del mundo, con un último suspiro ahogado.

En la quietud de la noche, su alma se libera al fin,

dejando atrás un cuerpo vacío, un capullo sin jardín.